Resulta curioso el modo que tenemos de vivir, pensando que nuestra propia existencia, tal y como la conocemos, es un hecho eterno. Y nos agobiamos, y nos angustiamos ante la perspectiva de no llegar a donde queremos, a conseguir esas cosas que todos tenemos en nuestro imaginario y que se presumen indispensables para la vida.
Inconcebible no llegar a tener una casa de determinado tamaño, un marido o una esposa determinados, tales o cuales estudios, tal número de hijos, casa en la playa o tener buen aspecto para que los demás nos vean exitosos y guapos. Y resulta que lo único imprescindible para la vida es la vida misma y capacidad para vivirla.
Resulta curioso también que seamos tan poco conscientes de lo corto de nuestra existencia. Duramos apenas lo que dura una mariposa, y aún así nos creemos infinitos.
Tenemos un gran miedo a enfrentarnos a la enfermedad y la muerte. Evitamos hablar de la enfermedad o ver a esa persona que está en el hospital, porque nos pone nerviosos, o eludimos hablar y pensar en la muerte porque nos pone angustiados.
Resulta paradójico que la mejor manera y la más plena de vivir la vida sea teniendo presente la muerte, tomando consciencia de la finitud de nuestra existencia y del corto espacio de tiempo en el que se desarrollará. Paradójicamente, la toma de conciencia de nuestra finitud, de nuestra muerte, del “Gran límite”, es lo que nos dotará de infinita libertad y alegría por la vida, y un auténtico empoderamiento de nosotros mismos como seres deseantes, únicos y maravillosos.
Ana María Fuentes Alcañiz
Psicóloga Clínica